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El fiscal del distrito de Manhattan Alvin Bragg ha hecho lo que mucha gente consideraba imposible: conseguir la primera condena de un expresidente. Después de semanas de declaraciones y más de nueve horas de deliberaciones, el jurado pronunció sus veredictos de culpabilidad contra Donald Trump por los 34 cargos de delitos graves de falsificar registros comerciales. El fiscal especial Jack Smith aún tiene dos acusaciones formales pendientes en contra de Trump: una por su interferencia en las elecciones en un tribunal federal del Distrito de Columbia y la otra por su mal manejo de información clasificada en el Distrito Sur de Florida. ¿Qué puede aprender Smith del éxito de Bragg?
La lección más importante es que nadie, incluido Donald Trump, está por encima del alcance de la ley.
Ese es un valioso principio jurídico estadounidense, que se originó en el compromiso de los fundadores de nuestra nación por crear un país en el que nadie podía estar por encima de la ley. Pero fue surgiendo un mito en torno a la figura de Trump, y era que los tribunales no podían responsabilizarlo por sus actos, como a cualquier otra persona, y que él no podía ser llevado ante la justicia. Este es un suceso muy peligroso para cualquier democracia, y mucho más si se trata de un empresario adinerado que se convierte en un político electo poderoso.
Trump fue el creador de su propia leyenda cuando embelleció sus “éxitos”. Hizo demorar una maraña de demandas civiles en su contra durante años, que comenzaron con el caso por discriminación en materiade vivienda que el Departamento de Justicia inició contra él y su padre a comienzos de 1970, alegando que se habían negado sistemáticamente a alquilar los 14,000 apartamentos que administraban en Queens a todo solicitante de raza negra. Los Trump contrataron para que los representara al abogado Roy Cohn, notorio por su agresiva defensa, y, al final, pudieron llegar a un acuerdo financiero sin admitir responsabilidad.
Durante su campaña política de 2016, Trump parecía gozar de su estatus de frecuente litigante y su reputación de hacer demorar causas en la justicia, cuando tuiteó: “Wow, USA Today sacó una portada de hoy sobre mi historial de juicios. Veredicto: 450 ganados, 38 perdidos. ¿No es eso lo que quieres de tu presidente?”. Más recientemente, Trump esquivó una acusación formal en su caso penal de 2022 por fraude impositivo que el fiscal del distrito de Manhattan presentó contra su compañía y su gerente financiero de años Allen Weisselberg. Su compañía y gerente fueron condenados, pero Trump se salvó.
En cuanto a los cuatro casos penales que han presentado en su contra fiscales estatales y federales, Trump los ha desestimado como meras cacerías políticas sin mérito legal, sin reconocer que estos casos tuvieron grandes jurados que votaron para acusarlo y que, al final, todo dependerá de si las personas integrantes de los jurados deciden condenarlo o no.
Trump ha estancado tres de estos cuatro casos en demoras interminables. Ya sea un expresidente, un magistrado de la Corte Suprema o cualquier otra persona, la noción de que las reglas no se aplican para ciertas personas es contraria a los principios democráticos más fundamentales.
El mito de la invencibilidad recubierta del teflón que parece tener Trump en la justicia comenzó a desmoronarse públicamente cuando E. Jean Carroll ganó dos victorias en su contra por cargos de difamación y un jurado decidió, según el criterio de preponderancia de la prueba en los casos civiles, que Carroll decía la verdad cuando afirmaba que Trump la había abusado sexualmente. Lo más curioso de estos casos es que la gente parecía sorprendida de que el estado de derecho se podía aplicar a Donald Trump. Así de poderoso se había vuelto el mito que se había creado en torno a Trump.
A Alvin Bragg nunca le importó este mito. Por el contrario, su equipo mantuvo el bajo perfil y se concentró en el derecho, no en la política. Cuando criticaban su causa por débil o insignificante, ellos siguieron trabajando. No dejaron que una narrativa política impulsara el proceso legal; tampoco se dejaron ganar por los esfuerzos de Trump de resolver el caso fuera del tribunal y de demonizarlo como una politización del sistema de justicia penal. La condena que consiguieron expuso la falacia detrás de una idea que se había popularizado en la cultura pública: que Trump siempre elude la responsabilidad.
Ahora les toca a Jack Smith y a su equipo levantar esa antorcha y correr el último tramo de la carrera para vencer el mito de invencibilidad de Trump. Nuestras instituciones democráticas funcionan solo cuando el público tiene confianza en ellas; por eso, permitir que se impregne en nuestra sociedad la noción de que un expresidente —más que cualquier otra persona— es inmune a la justicia causa un daño incalculable en nuestro estado de derecho.
Smith debería recordar esto mientras lleva adelante sus causas. Es demasiado fácil para el público confundir la obligación de las fiscalías de respetar los derechos de una persona imputada con la creencia de que se concede una deferencia y un estatus excesivo al expresidente ahora convertido en imputado. Aunque Smith solo puede darse a conocer por sus alegatos y su actuación en la justicia, debe tener cuidado de no hacer nada que perpetúe un mito que daña a la democracia.
Trump tiene los mismos derechos que todas las personas imputadas, y sus abogados deberían ofrecerle una sólida defensa y, de hecho, están obligados a hacerlo. Pero la fiscalía no debería consentir con demoras innecesarias o argumentos falaces. La fiscalía debe identificarlos contundentemente como tales durante sus alegatos ante el tribunal y exponer con claridad la distinción entre las jugadas legítimas de la defensa con las que no están de acuerdo y las jugadas sin mérito diseñadas para perpetuar el cuento de Trump de que la justicia no lo puede tocar.
Ahora es el momento para que Smith renueve su presión en todos los frentes posibles. Esta sugerencia no es, en absoluto, una crítica a Smith, cuyo equipo ha hecho un trabajo admirable, a pesar de haber enfrentado importantes desafíos. Pero ahora, tras la condena de Trump en Manhattan, es el momento de hacer hincapié en que Trump, al igual que cualquier otra persona imputada, debe responder ante la ley.
Todo presidente actual o anterior recibe una gran deferencia de parte del Departamento de Justicia (Justice Department, DOJ por sus siglas en inglés) cuando se realiza una investigación penal, comenzando por la política de la Oficina de Asesoramiento Legal del DOJ que prohíbe procesar legalmente a un presidente durante su mando. Pero ello no significa que sea inmune a las consecuencias por un acto ilícito. Tal como lo señaló el fiscal especial Robert Mueller durante su investigación acerca de los vínculos de la campaña de Trump de 2016 con el gobierno de Rusia, el presidente no está protegido de una investigación sobre una posible conducta ilícita, porque los resultados de esa investigación pueden informar el trabajo del Congreso o pueden postergarse hasta el día en que sí sea apropiado iniciar un proceso legal.
A pesar del pedido de Trump de que el exdirector del FBI Jim Comey le jurara lealtad, el presidente no tiene derecho a exigir la lealtad personal de ningún empleado de la rama ejecutiva ni de ningún otro empleado gubernamental, a expensas de lo que dicta la Constitución. Ningún presidente debería tener a un Roy Cohn.
Es muy peligroso sentar este tipo de precedentes en un país.
Cuando Jack Smith acusó formalmente a Donald Trump por primera vez en la causa por los documentos clasificados, en su breve declaración pública declaró: “Tenemos un solo conjunto de leyes en este país y se aplican para toda la población. Aplicar esas leyes. Recabar los hechos. Eso es lo que determina el resultado de una investigación. Nada más. Nada menos”. Pero, desde entonces, sus causas han estado plagadas de una serie de acontecimientos desafortunados.
Su causa de interferencia electoral está siendo obstaculizada por una Corte Suprema que se está tomando demasiado tiempo en determinar si un expresidente efectivamente puede, como argumenta Trump, ordenar al Equipo SEAL 6 que elimine a un rival político con impunidad. Y su caso por los documentos clasificados está detenido por una jueza de distrito a la que parece costarle comprender mociones simples y solicitudes básicas como establecer una fecha para un juicio.
Las demoras en el caso de Florida han contribuido considerablemente a perpetuar esta noción de que Trump puede escaparse del alcance de nuestro sistema judicial. Si bien el fiscal especial podría haber intentado convencer antes a la jueza Aileen Cannon de recusarse del caso de Mar-a-Lago por haber manejado mal algunas cuestiones relacionadas con la orden de allanamiento, su fiscalía decidió no presentar este recurso poco común, con vistas a avanzar con el caso de una forma expeditiva. Es fácil entender el deseo de Smith de delegar. Coincide con la práctica tradicional y totalmente correcta del Departamento de Justicia de evitar interferir en un proceso legal que podría parecer motivado por cuestiones políticas.
Pero el veredicto del jurado de Manhattan demuestra que la gente se beneficia cuando la fiscalía cumple con su misión, no con ánimos de vengarse ni por rencor hacia la persona imputada, sino con el propósito de buscar la verdad y dársela a conocer al público. La fiscalía de Manhattan siguió agresivamente una teoría legal inusual, pero correcta cuando se negó a cederle a Trump más territorio del necesario en cuanto a ciertas cuestiones, como incorporar pruebas de otros delitos o actos dañinos cometidos por el imputado o solicitar una orden judicial que prohibía hablar públicamente sobre el juicio. Trataron a Trump como a cualquier otro imputado.
El fiscal especial debería hacer lo mismo, olvidándose de cualquier nerviosismo de tratarlo como a cualquier otro imputado, en especial cuando hay que resolver demoras apremiantes y malas decisiones por parte de la jueza Cannon. Si bien es raro que se presenten solicitudes de recusación y órdenes judiciales de cumplimiento de ciertas conductas, Smith no debería dudar en solicitar estos recursos si fueran necesarios. Su moción de modificar las condiciones de la liberación de Trump previa al juicio para prohibirle sugerir falsamente que los agentes del FBI querían hacerle daño es un fuerte indicio de que Smith también así lo cree.
Pero es importante comprender que los fiscales no están exigiendo que “lo encierren” por un desacuerdo político, y el público tampoco debería exigirlo. Pedir que se encarcele a un rival como parte de una artimaña política es lo opuesto a la justicia. La justicia está basada en los hechos y las leyes. En Manhattan, a Trump se le concedió un debido proceso en toda su plenitud. Tiene derecho a recibir lo mismo en sus otras causas judiciales, igual que cualquier otra persona imputada. No puede ser encarcelado porque a la gente no le agradan sus posturas políticas o su personalidad. Todo procesamiento legal está basado en principios judiciales y en la regla fundacional de la democracia estadounidense de que nadie está por encima de la ley. Las fiscalías deben procesar a sus imputados, al igual que lo hizo Alvin Bragg y que ahora debe hacerlo Jack Smith, sin miedo, pero también sin favoritismos, aun cuando las circunstancias sean difíciles.
Cuando se descubre que un funcionario del gobierno cometió un delito, y cuando un fiscal elabora su causa y un gran jurado vota para acusar formalmente al imputado, nuestra expectativa debe ser que estos casos se llevarán a la justicia. Si la causa no tiene mérito, un tribunal puede desestimarla. Si sí tiene mérito, debe avanzar hasta llegar al juicio sin demoras indebidas. Nuestro sistema de justicia penal puede funcionar solo si el público tiene confianza en su integridad. Si los ricos y poderosos pueden eludir las consecuencias, entonces ¿por qué las demás personas estadounidenses deberían someterse a la autoridad de la ley? Bragg se basó en este principio, y Jack Smith también puede hacerlo.
Nadie se cree que alguno de los dos casos de Smith vaya a ir a juicio antes de las elecciones, tal como están las cosas en este momento. Pero eso no significa que se abandonen. Smith debe continuar trabajando en cada detalle y prepararse para aprovechar cualquier contingencia favorable. Dependiendo de los resultados de las mociones y apelaciones pendientes y, por supuesto, de las elecciones, no es imposible que una o las dos causas puedan ir a juicio a comienzos del año que viene.
Una de las tácticas más peligrosas que Trump ha usado es convencer al público de que nuestras normas y expectativas sobre los procesos democráticos, como el sistema de justicia penal, ya no aplican. Nos pasamos más tiempo contemplando cómo Trump podría descarrilar el sistema que evaluando cómo debería funcionar y qué tenemos derecho a esperar del sistema. Quizá esta es la lección más importante que Jack Smith puede aprender del procesamiento exitoso que llevó adelante el fiscal del distrito de Manhattan. Bragg trató su caso como cualquier otro, mientras lo encaminaba desde su acusación formal hacia las mociones previas y, finalmente, hasta un juicio donde todo iba a depender de la decisión de un jurado sobre la culpabilidad del imputado.
Que Trump sea condenado en cualquiera de sus casos pendientes depende del jurado que lo decida. La justicia no exige un veredicto de culpabilidad, pero sí exige un proceso justo que permita que la fiscalía pueda procesar al imputado Trump igual que lo haría con cualquier otra persona imputada. Alvin Bragg lo hizo en Manhattan. Smith también debería hacerlo.
Traducción de Ana Lis Salotti.