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- Se cumplen quince años del día en que la Corte, presidida por el magistrado John Roberts, publicó su decisión en la causa Citizens United v. FEC.
- Aproximadamente el 44 por ciento ($481 millones) de todo el dinero recaudado para respaldar a Trump provino de tan solo 10 donantes individuales.
- Desde hace más de un siglo, desde que el dinero comenzó a importar mucho en la política, comprendemos los graves riesgos que plantea para la democracia un gasto ilimitado en las campañas políticas.
Los historiadores (si siguen existiendo en el futuro) verán las elecciones de 2024 como un momento en el que algunas personas extremadamente adineradas se metieron con fuerza en el poder político.
Elon Musk, la persona más rica del mundo, gastó más de $250 millones para la elección de Donald Trump. No fue el único. El inversor de capital de riesgo David Sacks, la propietaria de casinos, Miriam Adelson, y el magnate de suministros de empaque, Richard Uihlein, todos ayudaron a Trump con cantidades astronómicas de dinero.
Las personas adineradas ya antes gastaban grandes sumas en las elecciones. (George Soros, le presento a los hermanos Koch). Lo que no tuvo precedentes esta vez fue que efectivamente pagaron y, al menos uno ayudó a llevar adelante, una campaña presidencial que, si no fuera por ellos, funcionó con el mínimo personal posible.
Mucho más de lo que la mayoría imagina, este mundo político distorsionado nos lo entregó la Corte Suprema.
El próximo jueves se cumplen quince años del día en que la Corte, presidida por el magistrado John Roberts, publicó su decisión en la causa Citizens United v. FEC. Con un voto de 5 a favor y 4 en contra, los magistrados conservadores quebraron un siglo de leyes sobre el financiamiento de campañas políticas. El dictamen fue muy controversial.
En su opinión de disenso, el magistrado John Paul Stevens escribió: “Si bien la democracia estadounidense es imperfecta, muy pocos fuera de la mayoría de esta Corte habrían pensado que, entre sus defectos, se incluye una escasez de dinero corporativo en la política”. A los pocos días, en su discurso del Estado de la Unión, Barack Obama criticó a los magistrados vestidos con sus togas y sentados en la primera fila. “No es verdad”, murmuró el magistrado Samuel Alito, según expertos en la lectura de labios.
Ahora podemos ver que el impacto de ese dictamen no fue menos de lo esperado, sino más.
Citizens United no dijo que las corporaciones son personas. Sino que este y otros casos que ampliaron su lógica dijeron que el gasto en las campañas políticas no podía restringirse si se hacía de forma independiente y se divulgaba. Al final, esta decisión ocasionó una desregulación casi total del dinero que se gasta en las elecciones federales.
Algunas de las fluctuaciones de los últimos 15 años reflejaron el surgimiento de una energía embravecida de las bases. La recaudación de fondos de poco monto ha sido una fuerza verdaderamente democratizante. Pero el auge de los pequeños donantes ha sido sobrepasado por el nuevo rol que ahora desempeñan los grandes donantes.
De acuerdo con mis colegas Marina Pino y Julia Fishman y su análisis publicado hoy, “aproximadamente el 44 por ciento ($481 millones) de todo el dinero recaudado para respaldar a Trump provino de tan solo 10 donantes individuales”.
En 2010, yo era uno de los que se preocupaban de que el caso Citizens United significara que Exxon y otras firmas gigantes dominaran el gasto en las elecciones. Eso no pasó. En cambio, nos tocó un sistema político dominado por los ultra ricos a un nivel nunca antes visto en la política estadounidense.
¿Y qué pasó con esas advertencias y reparos triviales de la Corte? La agotada ficción de que ese gasto sería “independiente” ha desaparecido por completo. Trump subcontrató muchas de sus operaciones de campaña a grupos supuestamente independientes, pagados por Musk y que viajaron e hicieron campaña con el candidato.
En cuanto a la divulgación, cada vez más fondos utilizados en la política estadounidense son grandes donaciones anónimas, donde la identidad de los donantes no se divulga o se oculta detrás de varias capas de comités y seudónimos.
Desde hace más de un siglo, desde que el dinero comenzó a importar mucho en la política, comprendemos los graves riesgos que plantea para la democracia un gasto ilimitado en las campañas políticas. No es que el dinero compre resultados: después de todo, Kamala Harris recaudó $1.5 mil millones en tres meses, aunque no queda claro si su constante necesidad de recaudar fondos afectó su mensaje económico extrañamente flojo.
Más bien, la principal distorsión proviene de lo que los políticos —los que, a fin de cuentas, ejercen el poder— piensan que hace el dinero.
Ahora quizá estemos entrando en una nueva era en la que el dinero se fusiona con el poder. Es insuficiente quejarse de que los “grandes donantes” tienen una influencia indebida en el gobierno. Los donantes más grandes ahora llevan adelante las campañas. Ya no son los financieros secretos ni los buscadores de petróleo y gas, sino grandes contratistas del gobierno y, en el caso de Musk, el dueño de una de las plataformas de medios más grandes del mundo. Poco tiempo después de las elecciones, Musk incluso se mudó a una cabaña en la mansión del presidente electo.
Ahora, él y los otros grandes donantes de Trump podrán influir en las políticas de la administración en áreas estratégicas como los aranceles, los recortes de impuestos y la adjudicación de contratos gubernamentales. De hecho, la última oleada de fondos de los magnates tecnológicos ha transformado la agenda de gobierno de la próxima administración Trump. ¿Acaso los votantes del movimiento MAGA votaron a favor del recorte de $2 billones en el gasto federal que supuestamente es producto de una comisión selecta del DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental) de Musk y Vivek Ramaswamy?
A principios del siglo XX, el pueblo estadounidense también lidió con problemas similares de dinero y poder. Cuando J. P. Morgan enfrentó un juicio antimonopolio, le dijo al presidente: “Si hemos hecho algo mal, envía tu hombre a mi hombre y ellos lo podrán arreglar”. Theodore Roosevelt tuvo un enfoque diferente durante otro momento de corrupción y reforma: “Tarde o temprano”, le dijo a la prensa, “a menos que haya un reajuste, llegará un día de expiación tumultuoso, perverso y sanguinario”.
Debemos crear una nueva agenda de reformas para responder a este importante cambio en nuestra política. Aprobar leyes federales que requieran la total divulgación de los grandes donantes, ponerles un freno a los PAC y exigir que las leyes aún vigentes realmente se hagan cumplir es fundamental, pero no es suficiente.
Anular el caso Citizens United y el anterior Buckley v. Valeo (mediante una enmienda constitucional o de alguna otra forma). Implementar un sistema más robusto de financiamiento público mediante pequeñas donaciones, como el que se inició hace poco en el estado de Nueva York. Instaurar otras reformas creativas, del tipo que marcaron una respuesta democrática a la gobernanza corrupta. Todo eso es necesario.
Y necesitamos encontrar un nuevo lenguaje para comprender y describir lo que realmente está sucediendo. No es el mismo tipo de economía de contribuciones de dinero a cambio de influencia política a la que estamos acostumbrados. Es algo más grande, más alarmante, más trascendental. Y es un mundo que nos entregó la Corte Suprema.
Traducción de Ana Lis Salotti