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Colaboradores

La labor deshumanizante de la ley de inmigración

Las normas de inmigración de Estados Unidos son excesivamente severas por lo que provocan la separación de familias y otros sufrimientos innecesarios.

  • Jennifer M. Chacón
Julio 12, 2021
immigrants
John Moore/Getty

Este ensayo forma parte de la serie del Brennan Center que examina el exceso punitivo que ha llegado a definir el sistema jurídico penal de Estados Unidos. 

Durante su audiencia de confirmación para convertirse en fiscal general, cuando se le preguntó sobre la política de la administración Trump de separar a los niños de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México, Merrick Garland repudió la política afirmando, “no puedo imaginar nada peor”.

Sin embargo, ahora que ha sido confirmado, el fiscal general Garland preside una agencia que representa al gobierno de Estados Unidos en los tribunales argumentando cada día que los padres deben ser separados de sus hijos, los hermanos de las hermanas, los nietos de los abuelos. La separación de las familias está incorporada a nuestro sistema de inmigración. Se trata de una parte tan importante de ese sistema como lo es la unificación familiar. A menos que nuestros funcionarios electos introduzcan cambios significativos en las leyes y políticas, el nombre de Garland aparecerá en miles de expedientes frente a una persona que se enfrenta a una separación familiar, a menudo de forma permanente.

Históricamente, los funcionarios públicos han justificado su participación en la ruptura diaria de los lazos familiares por parte de nuestro sistema de inmigración invocando el estado de derecho. Al fin y al cabo, somos una nación de inmigrantes, “pero también somos una nación de leyes”. La gente que quiere estar aquí—se nos dice frecuentemente—tiene que hacerlo “de la manera correcta”. Aquellos que violen nuestras leyes se enfrentarán a las consecuencias. La cómoda invocación de estas obviedades requiere la suposición de que la ley ofrece vías razonables para que las personas que lo merecen, especialmente las que tienen fuertes lazos familiares con Estados Unidos, entren o permanezcan legalmente. Pero la realidad es muy distinta. De hecho, nuestras leyes de inmigración son excepcionalmente rigurosas en aspectos que a menudo desafían el sentido común.

En primer lugar, debemos reconocer que la noción de que hay una “forma correcta” de inmigrar no es cierta para muchas personas. La mayoría de los residentes indocumentados que llevan mucho tiempo en el país, por ejemplo, no encajan en las rígidas categorías de la ley para la inmigración legal, aunque sean miembros de nuestras comunidades desde hace mucho tiempo y realicen algunos de los trabajos más esenciales de la nación. Los anales de la historia de la inmigración en Estados Unidos están llenos de historias de personas como Óscar Martínez, residente indocumentado en Estados Unidos desde hace 25 años, con una familia y una comunidad que lo quieren, y que, sin embargo, han sido deportados por no poder utilizar la vía legal de la ciudadanía.

Incluso cuando los residentes de mucho tiempo han encontrado una manera de regularizar su situación—por ejemplo, cuando el matrimonio con un ciudadano abre la posibilidad de un visado conyugal—nuestras leyes hacen casi imposible realizar las cosas “de la manera correcta”. Un extranjero que se casa con un ciudadano suele tener derecho a un visado patrocinado por su cónyuge. Pero la ley exige que quien haya estado en el país durante más de un año sin autorización salga del país para tramitar su visado, tras lo cual se enfrenta a una prohibición de 10 años antes de volver a entrar con ese visado patrocinado por la familia.

Los no ciudadanos con Estatus de Protección Temporal (conocido en inglés como Temporary Protected Status o TPS) se podrían haber librado de parte de esta separación impuesta legalmente. Los titulares del TPS que cumplieron los requisitos para obtener visados por familia o empleo durante su estancia en Estados Unidos argumentaron con éxito, ante varios tribunales federales de apelación, que su admisión en el programa de TPS era una admisión legal que les permitía evitar la necesidad de abandonar el país y enfrentarse a la prohibición de reingreso de 10 años al tramitar sus visados por familia. Sin embargo, el fiscal general adjunto, Assistant Attorney General Michael Huston, argumentó ante el Tribunal Supremo en abril que la mejor lectura de un estatuto ambiguo era tratar a los titulares del TPS como si no hubieran sido “admitidos” cuando intentaran ajustar su estatus basándose en un visado disponible. El Tribunal Supremo estuvo de acuerdo por unanimidad.

Esto parece un argumento banal y de carácter técnico, pero el hecho es que obliga a los titulares del TPS, muchos de los cuales llevan ya dos décadas viviendo en Estados Unidos, que abandonen el país y se enfrenten a la prohibición de reingreso de 10 años cuando, de otro modo, cumplen los requisitos para obtener un visado que les conceda el estatus de residentes permanentes legales. Así, todo el peso del gobierno de Estados Unidos se puso a favor de una posición legal que inevitablemente provocará más separaciones familiares innecesarias.

En segundo lugar, nuestro país no siempre ha respetado sus propios procesos legales cuando los inmigrantes hacen las cosas “de forma correcta”. Por ejemplo, las obligaciones de los tratados de Estados Unidos prohíben al gobierno penalizar a los solicitantes de asilo que llegan a la frontera sin documentos. Pero con el presidente Trump, cuando los solicitantes de asilo centroamericanos se presentaron a los agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos en la frontera sur en 2018 y 2019, como lo permite la ley, muchos fueron procesados penalmente y miles de padres fueron separados de sus hijos.

Aunque esa política de separación de familias generó una protesta nacional, e incluso suscitó críticas del propio gobierno, apenas se prestó atención pública a las decenas de miles de personas que regresaron y se les dijo que permanecieran en México, a menudo en situaciones de gran peligro, mientras esperaban su audiencia. Cuando el gobierno de Estados Unidos suspendió el proceso de asilo a raíz de Covid-19, hacer las cosas “de la manera correcta” se volvió cada vez más funesto a medida que las condiciones se deterioraban en los campos de migrantes.

A pesar de la promesa de la administración Biden de revertir las duras políticas de la era Trump, la administración tardó hasta el 1 de junio—más de cuatro meses—en rescindir formalmente el llamado “Protocolo de Protección Migratoria”, prolongando la miseria de los solicitantes de asilo que, al final de la administración Trump, ya llevaban hasta dos años sufriendo en México. Incluso ahora, los solicitantes de asilo se enfrentan a un sistema sobrecargado en el que a veces tienen que esperar años para que se resuelvan sus solicitudes y en el que niños de cinco años han tenido que comparecer sin abogado en los procedimientos.

En tercer lugar, a los residentes legales permanentes de mucho tiempo que tienen contacto con el sistema jurídico penal se les suele negar la oportunidad de hacer las cosas “de la manera correcta”. Los antecedentes penales, por antiguos o menores que sean—por ejemplo, por condenas relacionadas con la marihuana que implican una conducta que ya ni siquiera es delictiva en algunas jurisdicciones—suelen ser un obstáculo para regularizar la situación de un inmigrante y permanecer en los Estados Unidos.

La ley permite la deportación de residentes de largo tiempo, incluidos los residentes permanentes legales, por delitos que no eran motivo de deportación en el momento de cometerse. Al describir los graves efectos de estas leyes de inmigración, Nancy Morawetz analizó un caso de deportación que el gobierno estaba llevando a cabo en el año 2000 basándose en una condena por posesión de una pequeña cantidad de drogas en 1978, tres años después de que el inmigrante entrara en el país como residente legal permanente. La ley estadounidense exige la deportación por una larga lista de delitos relativamente menores, independientemente de los lazos familiares de la persona, la duración de su estancia en el país o su servicio en el ejército estadounidense.

La severidad de nuestro país hacia los acusados de crímenes repercute mucho más allá del sistema legal penal, sobrecargando a los que ya han cumplido condenas por delitos. El modelo de exceso de control policial que afecta a las comunidades negras y latinas garantiza que los inmigrantes de estos grupos raciales estén sobrerrepresentados entre los deportados por motivos penales o los que tienen prohibida la obtención de un estatus legal y la naturalización debido a sus antecedentes penales.

En 2014, al mismo tiempo que el presidente Obama y otros miembros de su administración criticaban las desigualdades raciales de nuestro sistema jurídico penal, fue angustiante saber que redoblaban su confianza en el contacto que los no ciudadanos hayan tenido con el sistema jurídico penal como base para priorizar su expulsión. La administración nos dijo que deportaría “a los delincuentes, no a las familias, a los criminales, no a los niños”, a pesar de que estaba claro que las familias serían separadas por la expulsión de los etiquetados como “delincuentes”, y que la propia etiqueta de delito surge de un sistema jurídico penal que es excesivamente punitivo y racialmente discriminatorio.

Una y otra vez, se invocan las nociones del Estado de derecho para justificar la separación de familias y comunidades que, en otras circunstancias, parecería inconcebible. Los tribunales han desempeñado un papel crucial a la hora de apuntalar las narrativas deshumanizadoras que permiten las duras prácticas de aplicación de la ley de nuestra nación. A través de decisiones que sentaron las bases de las severas leyes de inmigración actuales, el Tribunal Supremo ha tratado a los trabajadores que vienen a ocupar puestos de trabajo en Estados Unidos como una amenaza para la seguridad pública.

Al defender la constitucionalidad de las retenciones en los puestos de control de inmigración en el caso EE. UU. contra Martínez-Fuerte de 1976, el juez Lewis Powell justificó estas retenciones—incluidas las realizadas por motivos de raza—como necesarias para hacer frente a los “tremendos problemas de aplicación de la ley” planteados por el “flujo” de una población que él describe al principio de la opinión como “extranjeros mexicanos ilegales”. En la decisión de 1984 de la jueza Sandra Day O’Connor en el caso SIN contra López-Mendoza, concluye que las pruebas obtenidas ilegalmente pueden utilizarse contra los inmigrantes en sus procedimientos de deportación, comparando la presencia continua de un trabajador inmigrante no autorizado con “un vertedero de residuos tóxicos con fugas”.

Cabe destacar que ambas decisiones se dictaron antes de la promulgación de la Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986. En aquella época, ninguna ley prohibía a los empresarios contratar a estos trabajadores inmigrantes; de hecho, los empresarios contrataban activamente a los mismos trabajadores inmigrantes cuyo “flujo” fue tratado por el Tribunal Supremo como una amenaza tóxica. Los empleadores contrataban a los trabajadores con impunidad, pero los funcionarios gubernamentales tenían licencia para violar las protecciones de la Cuarta Enmienda de estos trabajadores cuando aplicaban las leyes de inmigración. Los trabajadores inmigrantes pagaron un precio por la aparente anarquía; no así aquellos cuyos esfuerzos de reclutamiento los trajeron a Estados Unidos. Y el precio se incrementó cuando los cambios legales de los años 80 y 90 impusieron penas más severas a los nuevos delitos de inmigración, haciendo más difícil que los inmigrantes regularizaran su situación y aumentando enormemente la gama de infracciones penales que impedirían a los inmigrantes entrar o permanecer en los Estados Unidos.

Hoy en día, la gente utiliza habitualmente el término “ilegal” no para referirse a las prácticas de aplicación de la ley, como la Política de Protección de los Migrantes, que viola abiertamente las obligaciones de los tratados de EE. UU., o a las prácticas de contratación de muchos de los empleadores del país, sino para describir a los inmigrantes como ajenos a la ley, y siempre como una amenaza para la misma. Para las personas así deshumanizadas, ninguna consecuencia legal parece demasiado severa; para ellas, la ley es una espada atemorizante, no un escudo protector.

Las políticas económicas estadounidenses, las políticas climáticas y las opciones de política exterior desempeñan un papel importante en la configuración de las fuerzas que expulsan a las personas de los países vecinos de sus hogares. Sin embargo, cuando esas personas desplazadas—muchas de ellas con lazos familiares y otros vínculos afectivos con Estados Unidos—llegan a nuestras fronteras, utilizamos la ley como un garrote contra ellas y desplegamos el lenguaje jurídico para enmascarar nuestra inhumanidad.

No puedo imaginarme nada peor.

Jennifer M. Chacón es profesora de leyes en la Facultad de Derecho de la Universidad de California, Berkeley.

Traducción de Anwar A. Martínez.