- La administración Trump usó una de las leyes más infames de la historia para deportar a 137 personas por motivos inconstitucionales.
- Permitir que un presidente detenga y deporte a cualquiera sin una audiencia justa basándose únicamente en su lugar de nacimiento es demasiado poder para una sola persona.
Todos debemos insistir en que el presidente no puede simplemente desobedecer las órdenes judiciales que no le agradan.
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Durante casi dos siglos, cuando los tribunales federales dictaban órdenes, los presidentes las obedecían, a menudo a regañadientes, a veces con enojo, pero siempre respetando la Constitución y el estado de derecho.
Esta semana, se vislumbró una crisis constitucional. La administración Trump usó una de las leyes más infames de la historia para deportar a 137 personas por motivos inconstitucionales. Y ha elegido este tema para lanzar un ostentoso desafío a la autoridad de la justicia.
Las Leyes de Extranjería y Sedición (Alien and Sedition Acts) de 1798 son algunas de las leyes más recriminadas de nuestra historia nacional. Criminalizaron el disenso, cometieron abusos contra las libertades civiles y violaron la Constitución. Thomas Jefferson criticó estas leyes y dijo que venían de un “reino de brujas”. Una de esas leyes aún sigue vigente, la Ley de Enemigos Extranjeros (Alien Enemies Act).
Se ha usado solo tres veces: durante la Guerra de 1812, durante la Primera Guerra Mundial y, la más infame, durante la Segunda Guerra Mundial para recluir a decenas de miles de personas no ciudadanas de origen japonés, alemán e italiano en campos de reclusión.
Ahora, esta ley de tiempos de guerra ha sido invocada en tiempos de paz para deportar a inmigrantes venezolanos a una prisión en El Salvador. La administración Trump alega, sin pruebas reales ni revisión independiente, que estos hombres son miembros de la peligrosa banda narcotraficante Tren de Aragua. Esa banda merece un castigo severo, y las leyes penales y migratorias ya le dan al gobierno un enorme poder para detener, arrestar y deportar a sus miembros.
En cambio, la Ley de Enemigos Extranjeros no ofrece la oportunidad de un debido proceso ni exige que se demuestren los cargos en un tribunal de justicia. Solo basta con el pronunciamiento de un gobierno omnipotente. Permitir que un presidente detenga y deporte a cualquiera sin una audiencia justa basándose únicamente en su lugar de nacimiento es demasiado poder para una sola persona.
Esta ley solo se puede usar cuando hay “una guerra declarada entre los Estados Unidos y alguna nación o gobierno extranjeros, o alguna invasión o incursión depredadora”. No estamos en guerra con Venezuela. Y la migración no es una “invasión”. Probablemente los tribunales se pronuncien en contra de la administración. Ahí es donde surge el enfrentamiento constitucional.
El sábado por la noche, en el marco de una demanda presentada por la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) y Democracy Forward, el juez federal de distrito James Boasberg ordenó que se detuvieran las deportaciones. Hasta le ordenó al gobierno que hiciera regresar cualquier avión que transportara inmigrantes deportados bajo esta ley.
Numerosos reportes periodísticos documentaron cómo los funcionarios de Trump decidieron ignorar la orden del juez. Algunas fuentes de la Casa Blanca hasta alardearon de su insolencia con malicia. Otros insistieron con clemencia que no se había violado ninguna orden judicial. Los vuelos parecen haber salido del país mientras la audiencia aún seguía en curso.
El presidente de El Salvador comentó sarcástico: “Upsi… demasiado tarde”.
Aquí convergen dos crisis: un arrebato de poder que permite al gobierno detener y deportar a su antojo sin el debido proceso y, si los tribunales se oponen, la probabilidad cada vez mayor de que el presidente simplemente ignore un dictamen si no le agrada.
Es perspicaz, aunque cínico. Debemos censurar con dureza a las bandas narco como corresponde, entonces ¿qué mejor forma de justificar el ignorar la ley y a los tribunales de justicia?
Ayer por la tarde, el juez Boasberg describió la posición del gobierno como: “No nos importa, vamos a hacer lo que queramos”.
Tom Homan, jefe de cuestiones fronterizas de la Casa Blanca, se mostró despreocupado. “No vamos a parar”, dijo ayer en Fox & Friends. “No me importa lo que piensen los jueces, no me importa lo que piense la izquierda. Vamos en camino”.
Pero, al mismo tiempo, otros funcionarios como la secretaria de prensa de la Casa Blanca Karoline Leavitt, insistió que la Casa Blanca sí cumple con las órdenes judiciales, tal como debe. Los abogados que representan a la administración ante la justicia dijeron lo mismo. De hecho, Donald Trump cumplió con los dictámenes judiciales durante su primer mandato, aun cuando despotricaba contra jueces y tribunales.
Todo esto hace pensar en la clásica definición de la hipocresía: el homenaje que el vicio le rinde a la virtud.
Si los tribunales se pronuncian contra este arrebato de poder y la administración simplemente los ignora, los jueces tienen algunas herramientas para exigir su cumplimiento. El Congreso también podría desempeñar un rol importante.
Pero, a fin de cuentas, un presidente voluntarioso debe decidir en última instancia si cumple con la ley. En ese caso, la fuerza más poderosa que lo puede influenciar será la indignación pública. Nuestra Constitución se basa en un sistema de frenos y contrapesos.
Todos debemos insistir en que el presidente no puede simplemente desobedecer las órdenes judiciales que no le agradan. Cualquier otra cosa implica el fin de la Constitución y la degradación de la democracia.
Traducción de Ana Lis Salotti.