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Análisis

La teoría jurídica extrema detrás del primer mes de mandato de Trump

La teoría del ejecutivo unitario desafía nuestra interpretación de la Constitución.

febrero 19, 2025
Illustration of rope around presidential seal
Dan Bejar

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  • Los fundadores de la Constitución sí dejaron en claro una cosa: no querían a un monarca.
  • El arrebato de poder de Trump se extiende a toda la rama ejecutiva.
  • Ha destituido a inspectores generales sin informar al Congreso, como exige la ley, se atribuye el derecho de dirigir procesamientos penales personalmente y más.

Durante el fin de semana del Día de los Presidentes, Donald Trump publicó: “El que salva a su país no viola ninguna ley”. Esta cita se le atribuye a Napoleón, seguro lo conocen, el tipo que se coronó a sí mismo emperador. Durante mucho tiempo, se repetía el cliché de que las personas delirantes se creían Napoleón. Ahora ya nadie se ríe.

Menos incendiario, pero quizá más transcendental fue la orden ejecutiva que Trump firmó ayer y que busca tomar el control de algunas agencias independientes como la Comisión Federal de Comercio (FTC), la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) y la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC). Estos organismos expertos luchan contra los monopolios, vigilan la seguridad bancaria y organizan la industria de la radiodifusión, entre otras tareas. Son fundamentales para toda la estructura de gobierno actual, consolidada durante los últimos 140 años y que garantiza que el libre mercado no se convierta en una abusiva batalla campal.

El nuevo arrebato de poder del presidente puede quedar adornado con el lenguaje legalista del tribunal más alto de la nación, y algunos académicos y defensores celebrarán la decisión. Muy pronto, oiremos hablar mucho sobre la “teoría del ejecutivo unitario”.

Los fundadores de la Constitución no definieron con claridad qué podía hacer el presidente y qué no. Sabían que George Washington sería el primero, pero más allá de eso, las cosas no estaban muy claras. Robert Jackson, magistrado de la Corte Suprema, escribió en 1952 que sus intenciones “deben deducirse a partir de materiales casi tan enigmáticos como los sueños que José tuvo que interpretar para el faraón”.

Pero los fundadores de la Constitución sí dejaron en claro una cosa: no querían a un monarca. Le otorgaron al Congreso el poder de controlar la cartera federal, por ejemplo, y los proyectos de ley sobre los gastos debían originarse en la Cámara de Representantes, los únicos funcionarios públicos federales que, en ese momento, eran elegidos por el voto popular.

Si bien las actas de la Convención Constitucional eran secretas, una filtración oficial informó a un periódico local: “aunque no podemos decirles afirmativamente lo que estamos haciendo, sí podemos decirles negativamente lo que no estamos haciendo: nunca, ni una sola vez, pensamos en un rey”.

A lo largo de los dos siglos siguientes, mientras a medida que el país evolucionó hacia la modernidad, el gobierno creció en complejidad e importancia. Los abusos de las industrias hicieron que los líderes políticos como Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt desarrollaran el estado moderno para proteger el interés público.

En muchas ocasiones, el Congreso estableció organismos independientes cuyos integrantes serían nominados por el presidente y confirmados por el Senado, pero tendrían períodos fijos de mandato y otras formas de independencia. Los presidentes y el Congreso se peleaban por sus funciones a medida que la presidencia ampliaba su poder, en especial en tiempos de guerra, y el Congreso a veces oponía resistencia.

Pero siempre, los presidentes y los funcionarios del poder ejecutivo estaban sujetos al estado de derecho.

Después de que FDR expandiera sus facultades durante el New Deal y la Segunda Guerra Mundial, el Congreso, con mayoría republicana, respondió con leyes como la Ley de Procedimiento Administrativo (Administrative Procedure Act, APA) para asegurarse de que las acciones de las agencias gubernamentales cumplieran con las reglas, fueran transparentes y no actuaran meramente por capricho.

Algunos teóricos jurídicos argumentaron que todo esto fue un gran error. Afirmaban que la Constitución otorgaba todo el poder de la rama ejecutiva a una sola persona, sin importar el estado de derecho. A esto lo llamaron la teoría del ejecutivo unitario, que es una forma rebuscada de decir que un jefe de estado puede gobernar sobre el poder ejecutivo como un monarca.

Dicho de otro modo, los millones de empleados del poder ejecutivo estarían enteramente al servicio del presidente, como si fueran caddies o asistentes en Mar-a-Lago.

Esta idea se basa en el lenguaje de la Constitución que establece que “el poder ejecutivo reside en un presidente” que debe “asegurarse de que las leyes [aprobadas por el Congreso] se ejecuten con fidelidad”. Muchos de los casos que ya avanzan a toda velocidad hacia la Corte Suprema pondrán a prueba lo que significa esta frase.

El primero, que se tratará esta semana, evaluará si la Casa Blanca puede despedir al jefe independiente de un organismo de control encargado de proteger al personal del gobierno federal. Probablemente no se decidirán cuestiones constitucionales. Seguramente los magistrados se pronunciarán sobre temas de procedimiento y evitarán las cuestiones de fondo.

Pero, en los casos siguientes, no habrá forma de evitar las afirmaciones audaces. Trump intentó despedir a comisionados con períodos fijos de mandato de la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo y otros organismos independientes. Hacer esto infringe lo dictado por un causa judicial de 1935, Humphrey’s Executor v. United States, en la que FDR despidió a un funcionario reaccionario que insistió en ir a trabajar incluso después de ser destituido.

La Corte dictaminó que los expertos de las agencias independientes, cuyos nombramientos para un período determinado de años fueron establecidos por el Congreso, están protegidos de los caprichos de un presidente.

La orden ejecutiva de ayer va más allá de lo que hizo FDR. Les exige a las agencias independientes no solo actuar según el antojo del presidente, sino que también sometan su trabajo a su aprobación. También perderían sus protecciones presupuestarias.

El arrebato de poder de Trump se extiende a toda la rama ejecutiva. Ha destituido a inspectores generales sin informar al Congreso, como exige la ley, se atribuye el derecho de dirigir procesamientos penales personalmente y más.

¿Será extravagante? Quizá. Pero este esfuerzo es la culminación de décadas de presiones de abogados y organizaciones conservadoras que buscan una forma de desmantelar el gobierno y restringir su facultad de intervenir en los mercados. Docenas y docenas de artículos de revistas académicas jurídicas, debates de paneles de la Federalist Society y subsidios silenciosos de parte de donantes conservadores han presionado hacia esta dirección desde, por lo menos, la década de 1970.

Cuando la Corte Suprema confirmó la constitucionalidad de la ley del fiscal independiente en la causa Morrison v. Olson, el magistrado Antonin Scalia fue el único disidente, pero sus opiniones tienen ahora tantos adeptos en la derecha que muchos asumen que su postura fue la mayoritaria.

¿Qué hará la Corte Suprema? Tuvimos un mal presagio el verano pasado con la notoria decisión que les otorgó a los expresidentes amplia inmunidad a la hora de rendir cuentas ante la justicia penal.

Ese caso no se basó en la teoría del ejecutivo unitario, pero el presidente de la Corte, el magistrado John Roberts, no pudo evitar entonar la melodía. El presidente es “la única persona que constituye por sí sola una rama de gobierno”, escribió.

La magistrada Sonia Sotomayor comprendió las implicaciones escalofriantes de esa forma de pensar. “En cada uso del poder oficial”, advirtió, “el presidente es ahora un rey por encima de la ley”.

Traducción de Ana Lis Salotti.