Este artículo se publicó originalmente en Slate.
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Como lo han revelado las últimas noticias, el expresidente Donald Trump y sus aliados están planeando la forma en que un segundo mandato presidencial de Trump podría utilizar los poderes del gobierno federal para castigar a las personas críticas y opositoras políticas de Trump.
Ha trascendido que Trump, entre otras cosas, invocaría la Ley de Insurrección —Insurrection Act, una ley que le concede al presidente un poder casi ilimitado de emplear las fuerzas militares como una fuerza policial interna— durante el primer día de su mandato, con el objetivo de reprimir cualquier protesta pública en su contra.
A menos que el Congreso actúe ahora mismo para reformar esta ley anticuada y peligrosa, hay muy poco que podamos hacer para detenerlo.
Las fuerzas militares federales suelen tener prohibido mantener el orden civil internamente debido a la Ley Posse Comitatus. Esta prohibición refleja una tradición en el derecho y pensamiento político estadounidense que considera que un despliegue militar dentro del país es una amenaza inherente a la democracia y a las libertades individuales.
Pero la Ley Posse Comitatus no es una norma absoluta. Permite que las tropas federales puedan participar en el mantenimiento del orden público con la expresa autorización del Congreso.
La Ley de Insurrección es la que posibilita esa autorización. La intención detrás de esta ley es la de permitirle al presidente movilizar las fuerzas militares para asistir a las autoridades civiles cuando se ven desbordadas por una insurrección, rebelión o cualquier otro disturbio civil, o bien para hacer cumplir leyes en torno a los derechos civiles cuando los gobiernos estatales o locales no pueden o no quieren hacerlo.
En estas circunstancias, es muy lógico hacer una excepción circunscrita a la regla general que prohíbe utilizar las fuerzas militares para mantener el orden público. El problema es que la Ley de Insurrección crea un vacío jurídico gigante en la Ley Posse Comitatus, en lugar de crear una excepción acotada.
El defecto principal de la Ley de Insurrección es que le concede al presidente una facultad casi sin límites. Su lenguaje arcaico y ambiguo —la ley se promulgó por primera vez en 1792 y se actualizó por última vez en 1874— brinda muy pocas recomendaciones concretas sobre qué tipo de situaciones justifican o no el despliegue militar.
Por ejemplo, una disposición faculta al presidente a utilizar las fuerzas militares o “cualquier otro medio” para “tomar las medidas que considere necesarias” a fin de suprimir cualquier “asociación ilícita o conspiración” que “se oponga u obstruya la ejecución de las leyes de los Estados Unidos o impida el curso de la justicia de conformidad con esas leyes”.
En su sentido literal, esta disposición permitiría al presidente movilizar a la fuerza de marines, por ejemplo, para arrestar y detener a dos personas por sospecha de estar conspirando para intimidar a un testigo en un juicio federal.
Para agravar el problema, la Corte Suprema dictó en 1827 que únicamente el presidente puede decidir si se justifica invocar la Ley de Insurrección; los tribunales no pueden revisar ni cuestionar esa determinación. En cuanto al Congreso, si se opone al uso de la ley por parte del presidente, su único recurso consiste en aprobar una ley que dé por acabado el despliegue militar.
Es probable que el presidente luego se niegue a firmar esa ley y, entonces, el Congreso tendría que conseguir la supermayoría de las dos terceras partes para anular el veto del presidente.
Estos defectos se deben, en gran parte, a que el Congreso no ha actualizado la Ley de Insurrección para satisfacer las necesidades de una nación cambiante. Ciertas secciones siguen siendo muy parecidas a las de la primera versión de la Ley de Insurrección que aprobó el Congreso en 1792, salvo por algunas salvaguardas de la ley original que le permitían a la justicia o al Congreso limitar la facultad del presidente y que se han eliminado desde hace mucho tiempo.
Las disposiciones más generales de la Ley de Insurrección —como la que autoriza al presidente a utilizar las fuerzas militares o “cualquier otro medio” para suprimir toda violación aparente a las leyes federales— fueron incorporadas como respuesta directa a la Guerra Civil y a la insurgencia terrorista de supremacismo blanco que hizo estragos en la antigua Confederación durante la Reconstrucción.
Estas disposiciones fueron pensadas para un país del siglo XIX que estaba en guerra, en un momento en el que las fuerzas policiales modernas estaban en pañales y en el que las autoridades civiles de aquel entonces no podían controlar solas ni siquiera un disturbio relativamente menor. Después de casi 150 años, ya es hora de hacer un cambio.
Los anacronismos de la ley la hacen vulnerable al abuso.
Durante la era del movimiento de los derechos civiles, los presidentes invocaron la Ley de Insurrección correctamente para hacer cumplir las leyes que prohibían la segregación en el Sur, en contra de la oposición local y estatal. Pero varios presidentes también la han empleado para reprimir a movimientos obreros y aplacar los llamados “disturbios raciales” que solían provocarse a raíz de la violencia del estado en contra de las personas negras.
Se supo que, en su mandato, Trump había mostrado un verdadero interés por aplicar la Ley de Insurrección para reprimir las protestas del movimiento Black Lives Matter durante el verano de 2020. Y lo que es de peor augurio, varios aliados de Trump lo alentaron a acudir a la Ley de Insurrección para permanecer en el poder después de haber perdido las elecciones presidenciales de 2020.
El Brennan Center ha propuesto algunas reformas para prevenir el abuso de la Ley de Insurrección. Estas reformas, por ejemplo, aclaran y restringen los criterios para el despliegue militar, especifican qué acciones están autorizadas y cuáles no a la hora de invocar la ley, y le dan al Congreso y a la justicia la facultad de servir de mecanismo de control contra cualquier abuso o exceso.
Otro aspecto esencial es que conservarían la flexibilidad que tiene el presidente para responder con rapidez y decisivamente ante una verdadera crisis que las autoridades civiles no pueden aplacar. Es decir, enmendarían el lenguaje de la ley de modo que se adecúe a su intención fundamental, en lugar de otorgarle al presidente un cheque en blanco.
El Congreso debe adoptar estas reformas o reformas parecidas sin demora. Nuestra nación se enfrenta a la posibilidad de un presidente dispuesto a utilizar las fuerzas militares de los Estados Unidos como su propia fuerza policial interna y personal. El peligro que ello representa para la democracia es incalculable, pero sí se puede —y se debe— evitar.
Traducción de Ana Lis Salotti.